Segunda Carta Pastoral:

“VAYAN POR TODO EL MUNDO Y PROCLAMEN EL EVANGELIO A TODA CRIATURA”

SEGUNDA CARTA PASTORAL
DE MONSEÑOR EDUARDO AGUIRRE OESTMANN,
OBISPO PRIMADO
DE LA IGLESIA CATÓLICA ECUMÉNICA RENOVADA
“VAYAN POR TODO EL MUNDO Y PROCLAMEN EL EVANGELIO A TODA CRIATURA”

GUÍA DE CONTENIDO 

0. NUESTRA MISIÓN COMO IGLESIA.
1. LA MISIÓN DE JESUCRISTO.
2. LA MISIÓN CONFIADA A LOS APÓSTOLES.
3. LA IGLESIA NACIDA DE LA MISIÓN APOSTÓLICA.
3.1. La iglesia en los escritos lucanos.
3.2. La iglesia en el evangelio de san Mateo.
3.3. La iglesia en los escritos joánicos.
3.4. La iglesia en los escritos paulinos.
4. DESAFÍOS PLANTEADOS POR LA HISTORIA.
5. LA ESENCIA DE NUESTRA MISIÓN.
6. EL COMPROMISO POR VIVIR LA UNIDAD DE LA IGLESIA.
7. VIVIENDO LA SANTIDAD DE LA IGLESIA.
8. REDESCUBRIR E IMPLEMENTAR LA CATOLICIDAD.
9. LA APOSTOLICIDAD COMO CONTINUIDAD CON LA VIDA Y TESTIMONIO DE LOS APÓSTOLES.
10. EL SIGNIFICADO DE NUESTRO COMPROMISO ECUMÉNICO
11. EXIGENCIAS EN LA VIDA DE NUESTRAS COMUNIDADES.
11.1: Caminando hacia la perfecta unidad.
11.2: Viviendo como iglesia santa y santificadora.
11.3: Irradiando la catolicidad.
11.4: En continuidad con los apóstoles.
12. NUESTRA PROYECCIÓN MISIONERA.

 

 

A las comunidades eclesiales que forman la Iglesia Católica Ecuménica Renovada a través del mundo, junto a sus presbíteros, diáconos, seminaristas, religiosos y religiosas: ¡Que Dios nuestro Padre y el Señor Jesucristo derramen su gracia y su paz sobre ustedes!

 

0. NUESTRA MISIÓN COMO IGLESIA.Arriba

“Vayan por todo el mundo y proclamen el Evangelio a toda criatura 1. Este mandato, que resume la misión que Cristo dio a los apóstoles, expresa también con claridad el sentido y los alcances de la misión que el Señor nos ha confiado.
Surgen, sin embargo, una serie de planteamientos acerca de la forma concreta de realizar esa misión; de lo que ello implica en la vida de nuestras comunidades; del proceso que debemos seguir para que cada uno de los miembros de nuestra iglesia y la totalidad de ésta, nos involucremos plenamente en ese camino.
Para poder responder a esas interrogantes debemos, ante todo, delinear, aunque sea en forma breve, la visión que tenemos acerca de la misión que el Padre confió a Jesucristo; de la identidad de la iglesia; y, de cómo la iglesia prolonga en el tiempo y en el espacio el cumplimiento de la misión de Jesús.
Sintiendo la apremiante llamada a orientar todas nuestras energías y la de nuestras comunidades al cumplimiento fiel y entusiasta la misión que nos ha sido confiada, en la presente carta nos proponemos reflexionar, ante todo, acerca de algunos de los rasgos de la misión de Jesús. Luego expondremos cómo percibimos la misión que el Señor confía a los apóstoles, la cual desemboca en el desarrollo de la iglesia una, santa, católica y apostólica. Finalmente pasaremos a proponer algunas de las actitudes y compromisos que nos toca asumir en el proceso de realización de la misión para la que el Señor nos ha elegido.


1 Mc 16,15

 

1. LA MISIÓN DE JESUCRISTO.Arriba

Una de las cuestiones que han sido planteadas con frecuencia a lo largo de la historia cristiana es la referente a la especificidad de la misión de Jesús y a la relación que existiría entre su predicación y el nacimiento histórico de la iglesia.
En el ámbito católico, tanto ortodoxo como romano, ha prevalecido la tendencia a considerar que existe una estrecha continuidad entre el ministerio de Jesús, la misión que él confió a los apóstoles y el nacimiento y organización de la iglesia, al menos en lo que se refiere a sus estructuras básicas.
No son pocos, sin embargo, quienes han afirmado que la misión de Jesús habría sido básicamente el anuncio del Reino de Dios y que los Apóstoles habrían sido quienes organizaron la iglesia. Esta interpretación implica que, entre el ministerio de Jesús y el nacimiento y organización de la iglesia, aun habiendo una secuencia cronológica, no existiría una conexión directa, especialmente en lo que se refiere a su naturaleza e identidad. Muchas corrientes provenientes de la Reforma y de los ambientes liberales, han tendido a orientarse en esta dirección. Como consecuencia, se han privilegiado modelos de iglesia de corte más congregacional que, en su estructura y métodos de operación, han reflejado las formas organizativas y la mentalidad del contorno social en que se han desarrollado.  
Para nosotros es muy importante dar una respuesta ante este dilema, porque tiene una influencia decisiva en muchos de los aspectos implicados en el cumplimiento de la misión que nos ha sido confiada.
Ante todo, tenemos que admitir que sería imposible pretender encontrar en la predicación y el ministerio de Jesús una referencia explícita a un modelo determinado de organización eclesial. Incluso textos a los que se ha recurrido en forma un tanto simplista para justificar estructuras que se han ido desarrollando a lo largo de la historia, como por ejemplo, la confesión de Pedro y la mención a la fundación de la iglesia referidas en Mateo 2, tienen un sentido exegético y espiritual bien diferente al que se nos ha inculcado.
Sin embargo, en la predicación de Jesús podemos encontrar una serie de elementos esenciales que, sin el nacimiento de la iglesia, no habrían llegado a concretizarse.
Existe consenso de que el corazón de la misión y del mensaje de Jesús lo constituye la proclamación y la instauración del Reino de Dios.
Juan Bautista comienza su ministerio proclamando que el Reino estaba cerca 3. Pero igualmente anuncia que después de él vendría otro, que era más importante que él, porque existía antes que él, 4 el cual “bautizaría con el Espíritu Santo y con fuego. 5 Al encontrase con Jesús anuncia que es a él a quien se refería porque en él se hallaba el Espíritu y, por lo mismo, es él quien bautizaría con el Espíritu Santo. 6 Eso implica que el Reino de Dios había llegado hasta nosotros.
El comienzo del ministerio de Jesús nos es presentado muy próximo al de Juan. También él inicia proclamando la cercanía del Reino 7. Sin embargo, muy pronto, a través de su predicación y de sus hechos, demuestra que en él, ha llegado la presencia del Reino. La proclamación que hace al llegar a la sinagoga de Nazaret, nos manifiesta claramente que en él, todo lo que se había prometido llega a su cumplimiento: “‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a anunciar el año favorable del Señor.’ Luego Jesús cerró el libro, lo dio al ayudante de la sinagoga y se sentó. Todos los que estaban allí tenían la vista fija en él. Él comenzó a hablar, diciendo:—Hoy mismo se ha cumplido la Escritura que ustedes acaban de oír.” 8
En el evangelio de Mateo, cuando los judíos acusan a Jesús de que actúa con el poder de Belcebú, él argumenta: “Si yo expulso a los demonios por medio del Espíritu de Dios, eso significa que el reino de los cielos ya ha llegado a ustedes”. 9
El Reino que Jesús proclama es un Reino de vida: “yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia. 10 El Espíritu Santo es el que viene a dar la vida y a hacer que la proclamación se haga realidad.

Si la predicación de Jesús orientaba directamente al Reino y sus obras lo mostraban ya presente, la venida del Espíritu Santo es la prueba de que el Reino de Dios ha llegado y se ha instaurado en medio de nosotros, gracias a su muerte y resurrección. 11

2 Mt 16,18

3 Mt 3,2

4 Cf. Jn 1,30

5 Lc 3,16

6 Jn 1,30-33

7 Mt 4,17

8 Lc 4,18.21

9 Mt 12,28

10 Jn 10,10

11 Jn 16


 2. LA MISIÓN CONFIADA A LOS APÓSTOLES. Arriba

En los Evangelios se nos indica que la misión de los apóstoles consiste en ser continuadores de la misión de Cristo.
En el Evangelio de Juan se presentan diversos elementos que explicitan la esencia de la misión apostólica. “Los discípulos se habían reunido con las puertas cerradas por miedo a las autoridades judías. Jesús entró y, poniéndose en medio de los discípulos, los saludó diciendo:—¡Paz a ustedes! Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes. Y sopló sobre ellos, y les dijo:—Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar. 12
La misión de Jesús era la de instaurar el Reino, por medio de la efusión del Espíritu. Esto tenía como consecuencia el acabar con el reino de la muerte y del pecado. Por lo mismo, efusión del Espíritu, perdón de los pecados e instauración del Reino de Dios constituyen las tres fases de la misión de Jesús. La continuación de esta misión recibida del Padre, será la misión de los apóstoles.
En el Evangelio de Mateo, aún cuando el énfasis sea diferente al de Juan, la esencia de la misión apostólica es la misma: Jesús se acercó a los apóstoles y les dijo:—Dios me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra.Vayan, pues, a las gentes de todas las naciones, y háganlas mis discípulos; bautícenlas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,y enséñenles a guardar todo lo que les he mandado a ustedes. Por mi parte, yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo. 13 Cristo se presenta como aquél que ya reina sobre cielo y tierra. La misión apostólica consistirá en empeñarse para que este reinado se manifieste en toda la creación. Para que el Reino se evidencie, hay que hacerse discípulo, es decir, asumir la actitud de Jesús, para participar de su vida. Ello se realiza a través de la efusión del Espíritu. Por el bautismo se alcanza el perdón de los pecados y se entra en el Reino 14. La nueva vida, recibida por la confesión de fe 15, fruto de la acción del mismo Espíritu, 16 conduce a la inclusión dentro de la comunidad del Reino, es decir, la Asamblea de los convocados o Iglesia, en donde el poder de Cristo se manifiesta en su totalidad. 17 En esta iglesia, Cristo es el único “buen pastor”, 18 y el Espíritu es el verdadero maestro. 19
La proclamación del Reino hecha por los apóstoles tiene, pues, como consecuencia directa, el nacimiento de la iglesia, como comunidad de creyentes, sostenida y vivificada por la acción del Espíritu  Santo.
Es por ello que en los Hechos de los Apóstoles la predicación apostólica lleva directamente a incorporarse a la iglesia: “los que hicieron caso de su mensaje fueron bautizados; y aquel día se agregaron a los creyentes unas tres mil personas.” 20
Podemos afirmar que en los escritos del Nuevo Testamento, la eficacia del sacrificio de Cristo, la autenticidad del testimonio de los apóstoles y la realidad de la llegada del Reino de Dios se manifiestan patentemente en la existencia de la comunidad creyente.

Sin embargo, en esos escritos también encontramos explicitada con bastante claridad cuál y cómo fue la iglesia nacida como consecuencia del ministerio de los apóstoles, avalado y fecundado por la acción del Espíritu Santo

12 Jn 20,19-22

13 Mt. 28,18-20

14 Cf. Mt 16,18; 18,18

15 Mt 16,16

16 Mt 16,17

17 Mt 28,19

18 Jn 10,11

19 1 Jn 2,27

20 Hech 2, 41


 

3. LA IGLESIA NACIDA DE LA MISIÓN APOSTÓLICA.Arriba


 

3.1. La iglesia en los escritos lucanos.Arriba

En los Hechos de los Apóstoles encontramos una serie de párrafos en los que se nos describen las características de la iglesia nacida como resultado del ministerio apostólico. Quizás el texto más conocido es el de Hechos 2, 42. Se nos menciona que la comunidad creyente tenía cuatro características: eran fieles en conservar la enseñanza de los apóstoles,encompartir lo que tenían, en reunirse para partir el pan yenlaoración.” Éstas características deben ser entendidas en su sentido pleno e íntegro.
Indudablemente, la fidelidad a la “enseñanza de los apóstoles”, no consistía en la adhesión a un código doctrinal o a una estructura institucional. La enseñanza de los apóstoles abarcaba dos dimensiones: por una parte su forma de actuar y de discernir con respecto a la naciente iglesia y, por otra, el testimonio dado a través de la predicación. El testimonio se sintetiza en torno al kerigma fundamental: Jesucristo, “después de haber sido enaltecido y colocado por Dios a su derecha y de haber recibido del Padre el Espíritu Santo que nos había prometido, él a su vez lo derramó sobre nosotros. 21 El objetivo del anuncio es llamar a la conversión: “Vuélvanse a Dios y bautícese cada uno en el nombre de Jesucristo,  para que Dios les perdone sus pecados, y así él les dará el Espíritu Santo. 22 Y la efusión del Espíritu Santo que se recibe a través del bautismo, no consistía en un acto ritual sino en una experiencia viva que transformaba totalmente la existencia del creyente y le llenaba de carismas. En lo que respecta a la actitud que los apóstoles tenían hacia la iglesia naciente, tenemos testimonios fehacientes de que ellos no ejercían una función de decisión autoritaria sobre la comunidad sino hacían propuestas orientadoras para que la comunidad, iluminada por el Espíritu Santo, fuera la que tomara las decisiones. 23 Por ello, en el ejercicio de su ministerio y en la toma de decisiones, estaban subordinados totalmente a la acción del Espíritu Santo. Una muestra clara la tenemos en la narración del bautismo de Cornelio y de su familia. Cuando Pedro al regresar de bautizarles, es interrogado por los “judaizantes”, expresa cuál es el criterio de decisión que debe imperar en la comunidad: “Si Dios les da también a ellos lo mismo que nos ha dado a nosotros que hemos creído en el Señor Jesucristo, ¿quién soy yo para oponerme a Dios? 24 Ellos tienen conciencia clara de que sus criterios y disposiciones están subordinados a la acción que el Espíritu va realizando en medio del pueblo.
La segunda característica de la comunidad es el “compartir lo que tenían”. Con frecuencia esto ha sido entendido en un sentido prevalentemente material. Sin embargo el sentido permanente es mucho más profundo: la verdadera y única riqueza que tiene el creyente es su fe y la vida en el Espíritu. Por lo mismo, compartir lo que se tiene implica, sobre todo, asumir una actitud solidaria hacia la comunidad y un compromiso misionero hacia toda la humanidad.
La tercera característica es el “reunirse para partir el pan”. Sabemos bien que esta expresión designa a la celebración de lo que actualmente llamamos “Eucaristía”. Y, entendida en un sentido más amplio, podemos interpretarla como indicativa de todas las celebraciones sacramentales que realizaba la iglesia. Esta característica constituía uno de los elementos específicos de la identidad de la iglesia cristiana, en contraposición de las tradiciones religiosas judías. Esto se evidencia en la narración de los discípulos de Emaús. La primera parte de la narración –referente al recuerdo y explicación de las Escrituras– 25 correspondería a lo propio del Antiguo Testamento; el cual giraba totalmente en torno a la Palabra contenida en la Sagrada Escritura. Dentro de la dinámica y el realismo del Nuevo Testamento, esta dimensión se queda corta. La Sagrada Escritura, aún explicada por el mismo Jesús –cual es el caso de la narración en cuestión–, prepara pero no es capaz de llevar a reconocer la presencia viva de Jesús en medio de los creyentes. Esto se evidencia en la exclamación de los discípulos:   “¿No es verdad que el corazón nos ardía en el pecho cuando nos venía hablando por el camino y nos explicaba las Escrituras? 26 En cambio, cuando “Jesús entró, para quedarse con ellos, estando sentados a la mesa, tomó en sus manos el pan, y habiendo dado gracias a Dios, lo partió y se lo dio.En ese momento se les abrieron los ojos y reconocieron a Jesús; pero él desapareció. 27 Es en la vida sacramental, celebrada por la comunidad, en donde se experimenta la presencia viva del Señor resucitado que acompaña constantemente a su iglesia a lo largo de la historia. Es una presencia real y transformadora que se da como dinamismo de vida y no puede encerrarse ni acomodarse, sino se transforma inmediatamente en testimonio misionero: “Sin esperar más –los discípulos–, se pusieron en camino y volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once apóstoles y a sus compañeros,que les dijeron:—De veras ha resucitado el Señor, y se le ha aparecido a Simón. 28 La celebración y la vivencia sacramentales constituyen quizás lo que mejor identifica la novedad y la especificidad del evangelio y de la iglesia cristiana ante el judaísmo.
Finalmente el cuarto elemento, referente a la perseverancia en la oración, lo debemos también entender en una dimensión amplia e integral. La oración es, ante todo, una actitud de vida. Es la experiencia de comunión constante con Jesús, a través del Espíritu. Ese es el significado de cuanto se implica en la decisión de los apóstoles de dedicarse a “seguir orando”. 29 Y eso es también lo que permite que, cuando la comunidad llega a tomar una decisión, se tenga la certeza de que la misma es fruto de cuanto el Espíritu Santo ha inspirado. La formulación de la carta enviada a los cristianos de Antioquía, después del Concilio de Jerusalén, expresa inequívocamente esta certeza: “Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros”.30


21 Hech 2, 33

22 Hech 2, 38

23 Hech 1,15-26 –respecto a la elección de Matías-; Hech 6, 1-5 –respecto a la elección de los diáconos-

24 Hech 11,17

25 Lc 24,25-28

26 Lc 24,32

27 Lc 24,29b-31

28 Lc 24, 33

29 Hech 6,4

30 Hech 15,28


 

3.2. La iglesia en el evangelio de san Mateo. Arriba

En el evangelio de Mateo, aunque el énfasis se ponga en cuestiones más apegadas a la mentalidad judía, la concepción de la iglesia corresponde plenamente, en sus elementos esenciales, con la de Lucas.
Mateo enfatiza algunos elementos que es interesante recordar. Se parte del reconocimiento de que la iglesia se fundamenta sobre la roca de la confesión de fe en que Jesucristo es “el Mesías, el Hijo del Dios viviente. 31 Y se reconoce que esta fe no es fruto del poder humano sino de una gracia divina: “Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque esto no lo conociste por medios humanos, sino porque te lo reveló mi Padre que está en el cielo. 32 De esa forma, queda manifiesto que la iglesia se cimenta en Jesucristo y se sostiene por la acción directa del Dios vivo.
La iglesia se organiza en forma totalmente opuesta a las estructuras jerárquicas propias de los poderes del mundo: “Jesús los llamó, y les dijo:—Como ustedes saben, entre los paganos los jefes gobiernan con tiranía a sus súbditos, y los grandes hacen sentir su autoridad sobre ellos. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que entre ustedes quiera ser grande, deberá servir a los demás; y el que entre ustedes quiera ser el primero, deberá ser su esclavo. Porque, del mismo modo, el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por una multitud.” 33 Resulta claro que la iglesia de Jesús no puede ser jerárquica sino, necesariamente, tiene que ser ministerial. El dominio, el poder y el autoritarismo son la contraposición abierta a cuanto Jesús quiere para sus discípulos y para su iglesia.
En el capítulo veintitrés del Evangelio de Mateo se expresan las convicciones que se compartían acerca de la organización eclesial y de las actitudes que correspondía asumir a quienes ejercían ministerios de coordinación dentro de la comunidad: “Ustedes no deben pretender que la gente los llame maestros, porque todos ustedes son hermanos y tienen solamente un Maestro. Y no llamen ustedes padre a nadie en la tierra, porque tienen solamente un Padre: el que está en el cielo. Ni deben pretender que los llamen guías, porque Cristo es su único Guía. El más grande entre ustedes debe servir a los demás. 34 Dios Padre, es el único Padre; Jesucristo es el único Señor, Guía y Pastor; y el Espíritu Santo es el maestro que viene a revelar la verdad y a capacitar para vivirla.
La iglesia de entonces –y de siempre–, se organiza y vive en torno a la certeza de que Jesús ésta vivo y presente en medio de ella, para dirigirla y guiarla. Las palabras con las que termina el evangelio expresan inequívocamente esta convicción: “Por mi parte, yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo.” 35
La misión confiada a los apóstoles no es la de sustituirlo ni la de representarlo, sino la de dar testimonio, para que él, directamente, se manifieste y actúe.


31 Mt 16,16

32 Mt 16,17

33 Mt 20,25-28

34 Mt 23,8-11

35 Mt 28, 20


 

3.3. La iglesia en los escritos joánicos.Arriba

En los escritos de Juan, dada la importancia que se da al hecho de que vivimos ya en los tiempos últimos, se enfatizan menos los elementos organizativos de la iglesia. Sin embargo, se deja totalmente claro que la vida y organización de la iglesia tiene que identificarse plenamente con el ministerio de Jesús.
Para Juan “Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él. El que cree en el Hijo de Dios, no está condenado.” 36
La iglesia es la comunidad de quienes ya han pasado de la muerte a la vida: “Les aseguro que quien presta atención a lo que yo digo y cree en el que me envió, tiene vida eterna; y no será condenado, pues ya ha pasado de la muerte a la vida. 37
Dentro de la comunidad, el Espíritu de Cristo es el que realiza la función de guía y maestro: “Cristo, el Santo, los ha consagrado a ustedes con el Espíritu,  y todos ustedes tienen conocimiento. Les escribo, pues, no porque no conozcan la verdad, sino porque la conocen. Ustedes tienen el Espíritu Santo con el que Jesucristo los ha consagrado, y no necesitan que nadie les enseñe, porque el Espíritu que él les ha dado los instruye acerca de todas las cosas, y sus enseñanzas son verdad y no mentira. Permanezcan unidos a Cristo, conforme a lo que el Espíritu les ha enseñado. 38 Esa presencia real y eficaz de Cristo, a través de su Espíritu, es la que hace posible experimentar la alegría y vivir en el amor, que caracterizan a quienes han creído en él: “Les hablo para que se alegren conmigo y su alegría sea completa. Mi mandamiento es este: Que se amen unos a otros como yo los he amado a ustedes. El amor más grande que uno puede tener es dar su vida por sus amigos. 39
En la comunidad el Señor deja un ministerio para confirmar a los hermanos en la fe, 40  éste, sin embargo, tiene que ser ejercido con profunda humildad, siguiendo el ejemplo que él mismo dio: “Después de lavarles los pies, Jesús volvió a ponerse la capa, se sentó otra vez a la mesa y les dijo:—¿Entienden ustedes lo que les he hecho? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y Señor, les he lavado a ustedes los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Yo les he dado un ejemplo, para que ustedes hagan lo mismo que yo les he hecho.  Les aseguro que ningún servidor es más que su señor,  y que ningún enviado es más que el que lo envía. Si entienden estas cosas y las ponen en práctica, serán dichosos. 41 Pues él, y ninguno más, es “el buen pastor…que da su vida por las ovejas”. 42


36 Jn 3, 16-18

37 Jn 5,24

38 1Jn 2,20-21.27

39 Jn 15, 11-13

40 Cf. Jn 21,15-19

41 Jn 13, 12-17

42 Jn 10,11


 

3.4. La iglesia en los escritos paulinos. Arriba

Pablo es quien desarrolla con mayor amplitud las cuestiones referentes a la identidad y organización de la iglesia.
Para Pablo el nacimiento de la iglesia es la meta y el fruto del sacrificio redentor de Cristo: “Cristo amó a la iglesia y dio su vida por ella. Esto lo hizo para santificarla, purificándola con el baño del agua acompañado de la palabra. 43
En la iglesia “nadie puede poner otro fundamento que el que ya está puesto, que es Jesucristo.” 44 Él constituye la piedra angular y todos los creyentes, por la acción del Espíritu Santo, se van incorporando como piedras vivas a este edificio. Por eso recuerda a los cristianos de Éfeso que “son como un edificio levantado sobre los fundamentos que son los apóstoles y los profetas, y Jesucristo mismo es la piedra principal. 45
La iglesia es el cuerpo de Cristo “y nosotros somos miembros de ese cuerpo. 46 Este cuerpo, abarca la totalidad de la creación porque Dios “sometió todas las cosas bajo los pies de Cristo, y a Cristo mismo lo dio a la iglesia como cabeza de todo. Pues la iglesia es el cuerpo de Cristo, de quien ella recibe su plenitud, ya que Cristo es quien lleva todas las cosas a su plenitud. 47 Al cuerpo se une el creyente por la acción del Espíritu que le llena de dones y carismas, para la edificación de la iglesia.
El concepto que Pablo tiene del cuerpo eclesial es de tipo ministerial y que cada uno de los ministerios encuentra su fundamento y criterio de ejercicio en la acción del Espíritu Santo: “Ustedes son el cuerpo de Cristo, y cada uno de ustedes es un miembro con su función particular. Dios ha querido que en la iglesia haya, en primer lugar, apóstoles; en segundo lugar, profetas; en tercer lugar, maestros; luego personas que hacen milagros, y otras que curan enfermos, o que ayudan, o que dirigen, o que hablan en lenguas. No todos son apóstoles, ni todos son profetas. No todos son maestros, ni todos hacen milagros, ni todos tienen poder para curar enfermos. Tampoco todos hablan en lenguas, ni todos saben interpretarlas. 48
Sin embargo, la diversidad de carismas no crea desigualdades dentro de la comunidad, porque “Dios arregló el cuerpo de tal manera que los miembros menos estimados reciban más honor, para que no haya desunión en el cuerpo, sino que cada miembro del cuerpo se preocupe por los otros.” 49 Por eso mismo, el carisma mayor de todos es el de la caridad. 50
A partir de esa concepción, la vida del cristiano y la relación eclesial tiene que caracterizarse por la experiencia y ejercicio de la libertad: “La Jerusalén celestial es libre, y nosotros somos hijos suyos. 51
La iglesia es una realidad “gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa y perfecta. 52 Sin embargo eso no implica que se trate de algo que ya está consumado. Es una realidad que está en proceso y crecimiento: “Todo el edificio va levantándose en todas y cada una de sus partes, hasta llegar a ser, en el Señor, un templo santo. En él también ustedes se unen todos entre sí para llegar a ser un templo en el cual Dios vive por medio de su Espíritu. 53 Por eso Pablo es consciente del papel activo y protagónico que, como apóstol, le corresponde jugar dentro del proceso de edificación y crecimiento: “Me alegro –afirma– de lo que sufro por ustedes, porque de esta manera voy completando, en mi propio cuerpo, lo que falta de los sufrimientos de Cristo por la iglesia, que es su cuerpo.” 54


43 Ef 5, 25-26

44 1Cor 3,11

45 Ef 2,20

46 Ef 5,30

47 Ef 1,22-23

48 1Cor 12,21-30

49 1Cor 12,24-25

50 Cf. 1 Cor 13,1ss

51 Gal 4,26

52 Ef 5, 27

53 Ef 2,21-22

54 Col 1,24


 

4. DESAFÍOS PLANTEADOS POR LA HISTORIA.Arriba

A pesar de las variantes que se pueden identificar en las diferentes perspectivas eclesiológicas del Nuevo Testamento, es indudable que hay una total correspondencia en lo que se refiere a los elementos esenciales que constituyen a la iglesia y a la forma en que se debe organizar y se deben ejercer los diversos ministerios. Mencionemos tres de esos aspectos comunes.
El primer aspecto lo constituye la conciencia de que el pastor, el Señor, el guía o la cabeza de la Iglesia, es el mismo Cristo y que él sigue ejerciendo esta función, sin intermediarios ni delegados. La concretización histórica de este liderazgo, la realiza regalando, diversidad de carismas y ministerios a los creyentes, para la edificación de la iglesia.
El segundo aspecto es la convicción de que la presencia real de Cristo, así como la vida y el crecimiento de la iglesia, están garantizados por la acción directa y eficaz del Espíritu Santo. El Espíritu es el que actualiza, realiza y capacita para vivir el misterio salvífico de Cristo en la iglesia.
El tercer elemento es el reconocimiento de que por la acción de Cristo y la efusión del Espíritu Santo, existe una igualdad básica entre todos los miembros del pueblo de Dios. Cada creyente tiene la dignidad de hijo y de heredero, gozando de libertad; además, cuanto se dispone y realiza en la iglesia debe encontrar su fundamento y sustentación en la acción actual y eficaz del mismo Espíritu, reconocida a través de procesos de discernimiento de la comunidad.
Viviendo en nuestro tiempo, podemos preguntarnos si las perspectivas ofrecidas por la Sagrada Escritura y por la historia de los primeros siglos del cristianismo, acerca de  las cuestiones referentes a la vida y organización de la iglesia, son aún practicables en su sentido original y vivo o si, por el contrario, hay que tomarlas únicamente como criterios normativos que, para tener eficacia, debe ser configuradas y actualizadas en torno a estructuras de poder, que les den solidez ideológica y  organizativa; garantizando, de esta forma, la estabilidad y la unidad doctrinal e institucional de la iglesia.
En esta dirección han tendido a entender su identidad y misión la mayor parte de organizaciones eclesiásticas a lo largo de los siglos. Esto ha provocado que muchas de las formas de organización social, de las perspectivas culturales y de las normas éticas propias de coyunturas históricas, se hayan llegado a identificar como parte integral e inseparable del mensaje cristiano y que se hayan desarrollado sistemas eclesiásticos cerrados, autoritarios, intimidantes y punitivos que, prácticamente, se sustituyen  a la acción real y directa del Espíritu.
Como consecuencia, la acción de Cristo y el ejercicio de la abundancia de carismas que el Espíritu sigue regalando, generalmente son confinados a los ámbitos meramente ascéticos y espirituales, ya sea a nivel personal o de grupos; y la posibilidad de su expresión eclesial queda subordinada a que, total e incuestionablemente, se sometan a los parámetros establecidos por la institucionalidad eclesiástica.
En tales circunstancias, la liturgia tiende a perder su connotación genuinamente sacramental y participativa y se se reduce a un mero ritualismo, a veces con tinte jurídico, otras veces de tipo tradicionalista o de cualquier otra índole. Las organizaciones eclesiásticas se jerarquizan y funcionan en base a ordenamientos jurídicos piramidales que, con frecuencia, son considerados como los canales privilegiados –o incluso exclusivos– de comunicación la gracia y de la acción del Espíritu Santo.
El desarrollo y robustecimiento de estas tendencias ha sido apuntalado por dos factores. Ante todo, por el carácter transitorio e inestable que, a lo largo de la historia, han tenido las instancias que han buscado referirse a los orígenes cristianos como modelo de organización eclesial. En segunda instancia, por el hecho de que, prácticamente la totalidad de las iniciativas que han logrado subsistir, progresivamente han ido emigrando de su inspiración inicial, a sistemas organizativos que, en forma más o menos explícita, reflejan la mentalidad, los criterios estructurales y las perspectivas éticas propios del contexto socio-cultural e histórico en que se han consolidado.


 

5. LA ESENCIA DE NUESTRA MISIÓN. Arriba

Sabiendo las dificultades y cuestionamientos que pueden suscitarse, sin embargo, sin titubeos afirmamos que: el corazón de nuestra misión consiste en redescubrir, asumir, implementar y promover incansablemente a la iglesia que nació a partir de la proclamación del primer kerigma y de la vivencia y la confesión de la fe en Jesucristo; que se desarrolló en los primeros siglos del cristianismo y que se ha mantenido íntegra a través del tiempo, en la Tradición viva y en el genuino sentir de fe del Pueblo de Dios.
Esta conciencia acerca de lo que constituye la esencia de nuestra misión no es ni una utopía ni una ingenua ilusión, como tampoco es fruto de una teología ideologizada. Es, simplemente, la expresión del sentir de fe común de los centenares de comunidades que el Señor ha ido agregando, a través de los años, a nuestra organización eclesial.
Este sentir es el fruto eclesial de largo tiempo de vivencia de la fe en comunidades que han logrado encontrar en la Sagrada Escritura y en los Símbolos de Fe, no una mera narración doctrinal, autoritaria y mitificada de lo que, supuestamente, Dios habría realizado hace muchos siglos, sino la expresión viva, provocativa y estimulante de lo que el Dios vivo, por medio de su Espíritu Santo, está realizando actualmente en su vida cotidiana. Se trata de comunidades que, con libertad de espíritu y con compromiso ejemplar, han mantenido íntegramente las características de la iglesia una, santa, católica y apostólica, a pesar de los vientos estremecedores que han intentado arrasar su identidad eclesial, apartándolas de su vida sacramental y de las mareas institucionales que han hecho hasta lo imposible por ahogar su libertad y su identidad espiritual.
Como resultado de este sentir de fe eclesial, surge una serie de consecuencias hermenéuticas acerca de la relación que se establece entre la vida de fe de las comunidades y la Sagrada Escritura, los Símbolos de Fe y la Tradición viva. Además, la teología que resulta de este proceso es eminentemente una teología practicante, en cuanto que nace de la vivencia eclesial de la fe, se desarrolla y sistematiza a partir de perspectivas y criterios iluminados por la misma fe y lleva a hacer opciones y asumir compromisos para crecer en la fe.
Desde la perspectiva que genera el sentir de fe eclesial, a través de una actitud sistemática de discernimiento, en la Sagrada Escritura y en los Símbolos de Fe, se reconoce el medio que convalida y permite expresar la vivencia comunitaria de la fe. Pero, dado que cuanto éstos contienen rebasa lo que la vivencia ha alcanzado, su lectura contemplativa se convierte siempre en estimulo y provocación que lleva al crecimiento, a la profundización y al compromiso, tanto a nivel personal como eclesial.
Dentro de este dinamismo hermenéutico, las meras consideraciones teológicas, fruto de la reflexión sistemática sobre los aspectos doctrinales, son reemplazadas por la identificación de actitudes teologales que llevan a la conversión –entendida aquí en su sentido profundo e integral, como “cambio de mentalidad”– y a la práctica –entendida como compromiso personal y eclesial–.
Es desde esta perspectiva que, a continuación, expresaremos nuestra concepción teologal de cada una de las características de la iglesia que estamos llamados a vivir y a promover.


 

6. EL COMPROMISO POR VIVIR LA UNIDAD DE LA IGLESIA.Arriba

Padre: “Te pido que todos ellos estén unidos; que como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Les he dado la misma gloria que tú me diste, para que sean una sola cosa, así como tú y yo somos una sola cosa: yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a ser perfectamente uno, y que así el mundo pueda darse cuenta de que tú me enviaste, y que los amas como me amas a mí. 55 Estas palabras del evangelio de Juan, nos indican con toda claridad en donde se encuentra el fundamento de la unidad de la iglesia y el dinamismo que ésta tiene. La fe cristiana unánimemente proclama que el estar del Padre en el Hijo y del Hijo en el Padre es fruto de la acción del Espíritu Santo. Por eso, tenemos que entender que al afirmarse que a los creyentes Cristo les da “la misma gloria” que recibió del Padre, para poder llegar a ser perfectamente uno, se está refiriendo a la presencia dinámica del Espíritu Santo que ha sido derramado en sus corazones para constituirse en la base de la unidad eclesial.
Pablo igualmente insiste en que la unidad de la iglesia se fundamenta en el Espíritu, que es el que capacita para que ésta se exprese dentro de la comunidad: “Mantengan la unidad que proviene del Espíritu Santo, por medio de la paz que une a todos. Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu.” 56
Tanto en Juan como en Pablo, sin embargo, la unidad implica un proceso dinámico: se trata de llegar a ser “perfectamente uno.” 57 Ese proceso de crecimiento en la unidad es fruto del crecimiento que se va dando en la “vida en el Espíritu Santo”.
De allí que asumir e ir creciendo en la unidad que Cristo quiere para la iglesia implica el compromiso incansable de conversión, para que la vida de Cristo, por medio del Espíritu Santo, vaya siendo cada vez más la vida de cada miembro de nuestra iglesia y de cada comunidad, hasta que lleguemos a poder afirmar, tanto personal como comunitariamente, junto a Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí. Y la vida que ahora vivo en el cuerpo, la vivo por mi fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a la muerte por mí. 58
En la medida en que vamos creciendo en la vida en el Espíritu, no solo nos vamos uniendo más profundamente a Cristo, cabeza de la iglesia, sino también nos vamos identificando más profundamente con cada uno de los miembros del cuerpo; tanto de aquellos que se reconocen activamente dentro del mismo, como de quienes, por diversas razones, están alejados o incluso ignoran o rechazan su existencia.
Por lo mismo, nuestra fe en que la iglesia es una, conlleva la exigencia de que cada miembro, cada comunidad y cada instancia organizativa de la iglesia nos comprometamos a poner todos los medios a nuestro alcance para ir creciendo en la vida en el Espíritu. El resultado de ello tendrá que ser el experimentar que, efectivamente, estamos caminando para “llegar a ser perfectamente uno”. Y, este crecimiento en la unidad no se limitará al ámbito de nuestra organización eclesial sino, progresivamente, nos llevará a reconocer y a experimentar la comunión viva y la unidad con todo ser humano y con toda la creación.


55 Jn 17,21-23

56  Ef 4,3-4

57  Cf. Ef 2,21-22; Jn 17,23

58  Gal 2,20


 

7. VIVIENDO LA SANTIDAD DE LA IGLESIA.Arriba

“Cristo amó a la iglesia y dio su vida por ella para santificarla, purificándola con el baño del agua acompañado de la palabra para presentársela a sí mismo como una iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa y perfecta. 59 Ante una afirmación tan categórica como la que hace Pablo en la carta a los Efesios, nos podemos preguntar acerca de cuál sea la iglesia a la que está refiriéndose.
Con cierta frecuencia se ha tendido a considerar que existe la iglesia triunfante, a la que pertenecen todos aquellos que participan ya plenamente de la gloria de Cristo –y a la cual se referiría estrictamente el texto de Pablo– y otra iglesia histórica que sería “santa” por la acción indefectible del Espíritu Santo, pero al mismo tiempo sería “pecadora” por la pecaminosidad y fragilidad de sus miembros. En esa interpretación de la santidad de la iglesia –que es más bien dualista–, se fundamentan muchas de las estructuras autoritarias y juridicistas propias de la mayor parte de organizaciones eclesiales. Desde esta perspectiva se considera que, dada la situación de pecado en que se encuentran los seres humanos, con la consecuente ofuscación de la mente y el debilitamiento de la voluntad, sería necesario establecer cánones que regulen la vida de las iglesias y de sus miembros, para poder actuar adecuadamente en este período de transición.
Nos parece que esta forma de comprensión es reduccionista y conlleva el debilitamiento de una serie de elementos que, según el testimonio de las Escrituras, hacía parte de la vida y de la conciencia que tenían las primeras comunidades.
Pablo expresa reiteradamente que las comunidades concretas estaban formadas por creyentes que, a través de la fe, eran transformados en “santos”, por la acción del Espíritu Santo. 60
En la primera carta de Pedro se expresa también el mismo concepto acerca del carácter presente e histórico de la santidad del pueblo de Dios: “Ustedes son una familia escogida, un sacerdocio al servicio del rey, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios. 61
Juan explica que por la fe en Jesucristo se pasa del pecado a la santidad y de la muerte a la vida: “El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que todavía está vivo y cree en mí, no morirá jamás. 62 Por la fe, el cristiano es consagrado y tiene la misma vida de Dios: “Cristo, el Santo, los ha consagrado a ustedes con el Espíritu, y todos ustedes tienen conocimiento. 63 Y quien tiene conocimiento “permanece unido a él y no sigue pecando; porque el que peca, no lo ha visto ni lo ha conocido.” 64
Todo nos lleva a concluir que cuando se habla de la iglesia santa y gloriosa, se está hablando en un sentido histórico y real, aunque eso no quita que el proceso de incorporación de los creyentes a esa iglesia santa, vaya siendo –precisamente por su carácter histórico–, progresivo y creciente.
En la medida en la que el creyente va siendo transformado por la acción del Espíritu, se va actuando su pertenencia e incorporación a la iglesia santa y gloriosa. Pablo escribiendo a los Corintios expresa esta realidad de forma maravillosa: “Cuando una persona se vuelve al Señor, el velo se le quita. Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Por eso, todos nosotros, ya sin el velo que nos cubría la cara, somos como un espejo que refleja la gloria del Señor, y vamos transformándonos en su imagen misma, porque cada vez tenemos más de su gloria, y esto por la acción del Señor, que es el Espíritu. 65
La antropología teológica de los padres griegos, conservada íntegramente por la catolicidad ortodoxa expresa esta realidad con el término “theosis” o “deificación”. El creyente, por la acción del Espíritu, va transformándose interiormente en semejanza viva de Dios.  Ireneo de Lyon, en el siglo II afirmaba: “Jesucristo, a causa de su amor superabundante, se convirtió en lo que nosotros somos, para hacer de nosotros lo que él es.” 66 Y en la misma línea, Atanasio de Alejandría afirma: Jesucristo “se hizo hombre para que nosotros llegáramos a ser Dios.” 67
Por lo mismo, podemos concluir que la gloria y santidad de la iglesia es una y única y se refiere a la iglesia en su realidad integral. Sin embargo sus miembros, siendo ya santos, en la medida en la que se han incorporado a la iglesia, están también en proceso de santificación, en la medida en la que van siendo transformados por la acción del Espíritu y se van integrando progresivamente a esa iglesia santa y gloriosa. La iglesia es, entonces, santa y, a su vez, santificadora.
Para realizar esa acción santificadora, el Señor la proveyó del dinamismo sacramental. Es a través de los sacramentos, vividos y celebrados por la iglesia, como la acción del Espíritu se va haciendo presente y va realizando en la vida de los creyentes el proceso de deificación, que les va haciendo incorporarse más plenamente a la iglesia santa y les va haciendo crecer como semejanza del mismo Dios.
Desde la convicción de que la iglesia es santa y santificadora, nos corresponde asumir determinados compromisos en nuestras comunidades.
Tenemos que fortalecer la conciencia de la vocación eclesial que tiene la celebración de los sacramentos: ésta tiene sentido, validez eclesial y eficacia sacramental solamente en la medida en la que sea medio para que, quienes reciben los sacramentos, se incorporen y vayan creciendo dentro de la comunidad; y para que ésta, en forma cada vez más clara, vaya siendo resplandor visible y signo sacramental de la iglesia santa y gloriosa de Cristo.
Cuando las celebraciones sacramentales pierden su sentido directamente eclesial y son utilizadas para satisfacer inquietudes individuales –ya sea de parte de los beneficiarios de los sacramentos o de los ministros ordenados–, quedan reducidas a mero ritualismo, carente de sentido específicamente sacramental, aunque en su realización se utilicen nuestros rituales y se generen estados de emotividad y haya aprobación de parte de los destinatarios.
Además, desde la conciencia comúnmente compartida por las iglesias católicas, de que el sacramento es un “signo sensible de transmisión de la gracia”, tenemos que esforzarnos porque, efectivamente, cada vez que se realiza una celebración sacramental, se reconozca y se experimente la eficacia de la gracia recibida. Esto requiere, de parte de los responsables de la comunidad y de los ministros ordenados, observar con esmero ciertos procedimientos. En primer lugar, debemos tener en cuenta que nunca se debe celebrar un sacramento con quien no tiene conciencia de pertenecer a nuestra iglesia o de que, a través de la celebración, se incorporará a nuestra organización eclesial. La administración de los sacramentos no puede ser utilizada como medio de atracción a la iglesia sino debe ser siempre el momento culminante de un proceso que inicia con el anuncio del kerigma; que luego madura con la instrucción y la profundización espiritual y, finalmente, culmina con la celebración. Fuera de este contexto, las celebraciones sacramentales, como mencionamos precedentemente, caen en mero ritualismo vacío y se prestan a equívocos que ensombrecen nuestra credibilidad y, en lugar de ayudar, son un obstáculo para el cumplimiento de nuestra misión fundamental.
El anuncio kerigmático constituye el punto de partida para la preparación a la administración de los sacramentos. El mismo está destinado a todo ser humano y debe ser asumido como compromiso por todo miembro de nuestras comunidades. Como resultado de éste, muchos se sentirán llamados a iniciar el proceso de incorporación o de crecimiento a nuestras comunidades, a través de la participación en los sacramentos. Es entonces cuando comienza la fase de instrucción, y de profundización espiritual. Estas deben ser asumidas por los responsables de la comunidad, debidamente preparados para cumplir las mismas. No se trata de llenar meramente un requisito sino de experimentar un auténtico crecimiento en la fe que conduzca a que la celebración sacramental sea realmente significativa. En la culminación del proceso, es decir, en la celebración, se debe tener particular cuidado en asumir y vivir con toda su riqueza lo específico de nuestro rito católico renovado. La actitud del ministro ordenado que preside la celebración; la participación activa del pueblo de Dios; la propiedad y calidad del canto y, sobre todo, la actitud de aquellos a quienes serán administrados específicamente los sacramentos, son elementos sumamente importantes para que, efectivamente, nuestra iglesia viva como “iglesia santa” y cumpla a cabalidad su misión de ser “santificadora” y sacramento de la salvación.


59  Ef 5,25-27

60  Cf. Ro 1.6-7; 1 Co 1.2

61  1Pe 2,9

62  Jn 11,25-26

63  1Jn 2,20

64  1Jn 3,6

65  2Cor 3,16-18

66  Adv Her pref. L.V

67 Tratado sobre la Encarnación del Verbo, 54, 3


 

8. REDESCUBRIR E IMPLEMENTAR LA CATOLICIDAD. Arriba

“Cuando ya estaban sentados a la mesa, tomó en sus manos el pan, y habiendo dado gracias a Dios, lo partió y se lo dio. En ese momento se les abrieron los ojos y reconocieron a Jesús.” 68 Es en el momento de la Fracción del Pan o Eucaristía cuando la presencia del Señor glorioso y transformador de los corazones es reconocida en medio de la iglesia local. Las comunidades, diseminadas por muchas partes del orbe e iluminadas por la Palabra, encontraban en la celebración sacramental, el medio para reconocerse en comunión con el cuerpo total de Cristo, es decir, con la iglesia universal –católica– y para recibir la efusión del Espíritu Santo, capaz de disipar sus dudas y su decepción, 69 de alejar sus temores 70 y de convertirse en testigos intrépidos de la resurrección. 71
Es por la celebración Eucarística como la presencia de Cristo se hace eclesialmente eficaz y como el Espíritu, también en forma comunitaria, va guiando a la iglesia y proveyéndola de abundantes carismas y como la catolicidad se convierte en una experiencia eclesial.
Dentro de la Tradición cristiana primitiva se va reconociendo progresivamente que para la celebración de ciertos sacramentos –específicamente la Eucaristía, la Reconciliación, la Extremaunción y la Confirmación– es necesaria la presidencia de un ministro ordenado, presbítero u obispo. La razón que explica esta exigencia –que se mantiene inalterada en todas las iglesias católicas hasta nuestros tiempos–, es la convicción de que para poder celebrar dichos sacramentos es indispensable que, de alguna forma, esté presente y actuando sacramentalmente la totalidad de la iglesia, cuerpo de Cristo. A través del sacramento del orden es como se realiza esta presencia sacramental de la totalidad del cuerpo. Por medio de la ordenación sacramental, el ministro ordenado ­–presbítero u obispo, según sea el caso–, recibe la capacidad de conectar misteriosamente a cada comunidad local que celebra los sacramentos, con la totalidad del cuerpo de Cristo, garantizando y actualizando, de tal manera, su catolicidad. Esto también explica porqué, en la tradición genuinamente católica, se reconocerá el carácter plenamente sacramental del orden sagrado y cómo, al perder este sentido del ministerio, para reconocerle simplemente como una función pastoral delegada por la comunidad local, se pierde también el sentido sacramental de la catolicidad. Este don conferido al obispo y al presbítero, sin embargo, no es  un privilegio personal sino un carisma ministerial en y para la comunidad eclesial; por lo  que ejercido al margen de ésta, pierde su sentido sacramental y su eficacia.
“Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como Dios los ha llamado a una sola esperanza. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos. Pero cada uno de nosotros ha recibido los dones que Cristo le ha querido dar. Así preparó a los del pueblo santo para un trabajo de servicio, para la edificación del cuerpo de Cristo. 72 Este texto no lo podemos entender reducido únicamente a quienes se reconocen ya como parte activa del cuerpo de Cristo, sino abarca a la totalidad de la creación. El cuerpo de Cristo, de una forma misteriosa, incluye a toda la humanidad y, por medio del Espíritu Santo, actúa en todo: he aquí otra de las implicaciones que tiene la afirmación de que la iglesia es católica. Sin embargo, esa catolicidad de la iglesia, establecida por la muerte y resurrección de Cristo y por la efusión del Espíritu Santo, está orientada a expresarse en todo el mundo. Por eso, en la segunda parte del texto mencionado se afirma que el Señor prepara a los miembros de su pueblo santo –con carismas­–, para el servicio de edificación del cuerpo de Cristo.
Esto tiene consecuencias prácticas de relevancia en lo que se refiere a nuestras relaciones internas y a nuestra organización eclesial. Una comunidad auténticamente católica, tiene necesariamente que constituirse como “espacio” en el que cada uno de sus miembros es reconocido con sus características e identidad específicas y en el que se abren oportunidades para que cada quien descubra, desarrolle y ejerza los dones específicos que ha recibido del Señor, para la edificación de la comunidad. Esto exige que nos cuestionemos acerca de muchos prejuicios culturales y religiosos que tienden a marginar –o incluso a excluir– a las minorías, de cualquier tipo que estas sean. Una comunidad genuinamente católica tiene que estar abierta a acoger la participación y la expresión de cada persona y de cada categoría de personas; especialmente los que, por cualquier causa, puedan considerarse más vulnerables a la marginación y a la exclusión. Mujeres, jóvenes, niños, grupos especiales…: a todos se les debe reconocer la posibilidad de involucrarse creativamente en la edificación de la comunidad. Desde una actitud genuinamente católica, la diversidad y el pluralismo no solo no son fuente de desorden ni de división sino sirven para que se exprese y consolide la auténtica unidad.
Finalmente la actitud de genuina catolicidad implica asumir la conciencia de que se es enviado como testigo del Reino a toda persona y realidad.  Yendo sin concepciones preconcebidas y sin la pretensión de tener la verdad y de llevarla a quienes aún no la han encontrado, la actitud genuinamente católica es la que es capaz de reconocer que el “Dios y Padre de todos, está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos”, por lo que la misión consiste, ante todo, en reconocer y venerar con fascinación y humildad esa presencia de Dios en cada persona y realidad. Es desde esa actitud de aprecio y respeto, como se anima a que, quienes aún no han descubierto que ya tienen la presencia viva de Dios, se abran a la fe y al testimonio del Espíritu de Cristo en sus vidas. Es en esta actitud de catolicidad, la que se expresa en la bienaventuranza: “Dichosos los de corazón limpio, porque verán a Dios. 73


68  Lc 24, 31-31

69  Cf. Lc 24,21

70  Cf 24,29

71  Cf 24,33-35

72 Ef 4, 4-7.12

73 Mt 5,8


 

9. LA APOSTOLICIDAD COMO CONTINUIDAD CON LA VIDA Y TESTIMONIO DE LOS APÓSTOLES.Arriba

Todos los creyentes “eran fieles en conservar la enseñanza de los apóstoles. 74 Y la enseñanza consistía fundamentalmente en la oración y el testimonio: “Nosotros seguiremos orando y proclamando el mensaje de Dios. 75
Contrariamente a lo que con frecuencia se ha tendido a pensar, la apostolicidad de la iglesia no puede ser reducida a la supuesta correspondencia doctrinal y a la pretendida continuidad histórico-ritual con los apóstoles. Sin ignorar estos elementos, la apostolicidad consiste ante todo, en la continuidad con el estilo de vida de los apóstoles, que se describe como “seguir orando” y con el testimonio que dieron, que implica la proclamación del Evangelio de que el Reino ha llegado hasta nosotros.
La oración en el contexto que es referida a los apóstoles, no puede ser considerada como una actividad sino como una actitud. No se trata de los “rezos” que más o menos frecuentemente y de forma más o menos prolongada pudieran hacer. Se refiere a la “comunión” constante e ininterrumpida con el Señor resucitado, por medio del Espíritu Santo.
 El testimonio es consecuencia de la experiencia de oración. El evangelio no es una doctrina y el Reino de Dios que se proclama no se refiere al anuncio de una utopía. El evangelio consiste en el testimonio de que, por la acción del Espíritu, el Señor resucitado vive realmente en medio de su pueblo, al que pastorea y sostiene en medio de las tormentas cotidianas. El testimonio de que el Reino de Dios ha llegado se fundamenta en la experiencia compartida de que se ha “recibido el Espíritu que nos hace hijos de Dios; y por este Espíritu nos dirigimos a Dios, diciendo: “¡Abbá! ¡Padre!”; y este mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que ya somos hijos de Dios;y puesto que somos sus hijos, también tenemos parte en la herencia que Dios nos ha prometido. 76 Como resultado de la experiencia de la llegada del Reino, se logra reconocer que “ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. De manera que, tanto en la vida como en la muerte, del Señor somos. 77 Si el testimonio apostólico tiene la eficacia que se nos presenta en los escritos del Nuevo Testamento es porque no consiste en la predicación de ocurrencias ni sistemas doctrinales sino en la proclamación algo que es real, accesible y experimentable por todos los que llegan a la fe.
Por eso para nosotros la conciencia de que nuestra iglesia es “apostólica” nos debe llevar a asumir una actitud de vida personal y comunitaria y un estilo de ministerio misionero acorde al de los apóstoles. En medio de los avatares de la vida, se trata de mantener una constante actitud contemplativa. Como el árbol que entre más alto y vistoso es ante el mundo, más profundamente hunde sus raíces en las entrañas de la tierra; así también la fidelidad a la apostolicidad requiere que, entre mayor sea la responsabilidad que se recibe, más profundamente tengamos que arraigarnos en la comunión con el Señor resucitado y con su cuerpo, por la acción del Espíritu. Y el testimonio apostólico tiene que ser la expresión de la experiencia personal y eclesial de la realidad del Evangelio y de la presencia eficaz del Reino entre nosotros.
Presupuesta la continuidad vivencial y testimonial con las enseñanzas de los apóstoles, no podemos tampoco olvidar la importancia de asumir, dinámica e integralmente, los elementos que la tradición ha considerado como identificadores comunes de la permanencia en la apostolicidad: el asumir íntegramente los Símbolos Ecuménicos de Fe como expresión común de la fe que profesamos; y el mantener nuestra conexión histórica con los orígenes, a través de cuanto comúnmente es reconocido como Sucesión Apostólica ininterrumpida, a través del ministerio del obispo y de los presbíteros.


74 Hech 2,42

75 Hech 6,4

76 Rom 8,14-17

77 Rm 14,7-8


 

10. EL SIGNIFICADO DE NUESTRO COMPROMISO ECUMÉNICO.Arriba

La raíz y los alcances de nuestra vocación ecuménica se encuentran en la conciencia que tenemos de que nuestra misión consiste en redescubrir, asumir, implementar y promover incansablemente la iglesia como está testimoniada en las Escrituras y se ha mantenido en la Tradición viva, a través de los siglos.
Esta convicción nos abre necesariamente a trabajar por conseguir la unidad entre todos los creyentes y con toda la humanidad. Sin embargo, también nos condiciona, focaliza y da criterios acerca del camino que se debe seguir para alcanzar esa unidad.
Nos aleja de las actitudes irenistas y minimalistas que ven la meta del compromiso ecuménico en el mero compartir transitorio de momentos de espiritualidad,  en el emprender iniciativas comunes de denuncia y acción social, o en la búsqueda de coincidencias doctrinales; mientras subsisten actitudes excluyentes, autoritarismos férreos y  concepciones banalizadas de la realidad del evangelio y de la identidad y misión de la iglesia.
Por otra parte, nos obliga a asumir una actitud de apertura, de respeto y de diálogo hacia las demás organizaciones religiosas y hacia las inquietudes, perspectivas y cosmovisiones de los diferentes grupos y culturas del mundo. Desde nuestra fe católica, sería una forma de incredulidad y una cripto-herejía el tener una visión pesimista, de confrontación y de condena hacia el mundo actual pues implicaría negar, en la práctica, la eficacia de la Encarnación, de la Redención, de la Resurrección y de la victoria alcanzada por Jesucristo sobre las fuerzas del mal y mostraría nuestra incapacidad de reconocer que el Reino de Dios está efectivamente presente entre nosotros por la acción real y eficaz del Espíritu Santo. Además, esto sería contrario a lo que, fundamentados en las Sagradas Escrituras, han unánimemente profesado, a lo largo de los siglos, el sentir de fe del Pueblo de Dios y la Tradición genuina de la iglesia.
Por lo mismo, teniendo claro que la base y la meta del ecumenismo que nos toca asumir y promover tiende a la implementación plena, dinámica y creativa de cuanto, según la Sagrada Escritura y en la Tradición Apostólica, es parte esencial y constitutiva de la Iglesia; nos corresponde vivir en actitud de constante purificación para que, con la visión que genera la “pureza de corazón”, seamos capaces de reconocer la acción real y eficaz del Espíritu Santo en cada persona, en cada organización religiosa y en cada iniciativa y, desde este reconocimiento, logremos establecer crecientes lazos de comunión, para caminar hacia la unidad plena y perfecta.


 

11. EXIGENCIAS EN LA VIDA DE NUESTRAS COMUNIDADES.Arriba

Asumir plenamente la misión que el Señor nos ha confiado implica el que, conscientes de las dimensiones que caracterizan a la Iglesia una, santa, católica y apostólica y de las consecuencias prácticas que estas tienen, nos empeñemos incansablemente en llevarlas a la práctica.


 

11.1: Caminando hacia la perfecta unidad. Arriba

Penetrar dentro de sentido de la unidad y promoverla efectivamente, tiene que llevarnos a renunciar a todo intento por uniformar o por centralizar y nos debe animar a impulsar el crecimiento de la vida en el Espíritu y a aceptar la diversidad y el pluralismo, para que se exprese la riqueza de dones espirituales que el Señor regala a los miembros de las comunidades. Por lo mismo, en el ejercicio de los ministerios de coordinación hay que despojarse de toda forma de autoritarismo y hay que esforzase porque éstos sean los primeros en reconocer la diversidad de dones espirituales y en promover su ejercicio dentro de las comunidades. Los acuerdos a los que se llegue por el discernimiento de la mayoría, nunca podrán ser absolutos ni excluyentes, pues eso implicaría cerrarse a la acción del Espíritu. Y, como afirma el apóstol Juan: “El viento sopla por donde quiere, y aunque oyes su ruido, no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así son también todos los que nacen del Espíritu. 78 Y también el apóstol Pablo dice: “donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. 79
Desde una perspectiva auténticamente espiritual, incluso las dificultades y discrepancias que esporádicamente se suscitan en las comunidades y que con frecuencia llevan al surgimiento de nuevos grupos, lejos de generar división se convierten en dinamismo de multiplicación, porque en medio de las limitaciones y las debilidades es como se va manifestando con mayor fuerza el señorío y el poder de Cristo. 80
De esta manera, con actitud abierta y cada vez más dócil al Espíritu, nos toca trabajar para el crecimiento en la unidad eclesial, acogiendo con alegría y gratitud el pluralismo y la diversidad que surgen de la manifestación y ejercicio de los múltiples carismas de los miembros de nuestras comunidades.


78  Jn 3,8 

79 2Cor 3,17

80 Cf 2 Cor 12,9-10


 

11.2: Viviendo como iglesia santa y santificadora.Arriba

Vivir la realidad de ser iglesia santa y santificadora nos tiene que llevar a trabajar para que el manantial y culmen de vida de nuestras comunidades lo constituya la Eucaristía. Y cuando hablamos de Eucaristía, nos estamos refiriendo a la celebración sacramental en la que la comunidad, presidida por el obispo o por un presbítero, celebra la actualización eficaz del sacrificio único de Cristo y renueva incesantemente la efusión del Espíritu Santo.
La conciencia de que cada comunidad es, en cierta forma, sacramento vivo del cuerpo total de Cristo, tiene que llevarnos a ser cada vez más cuidadosos en la preparación y celebración de todos los sacramentos. Debemos establecer procesos serios de formación, no solamente para quienes reciben los sacramentos sino también para los encargados de dar la misma formación.
Implica asegurar que se experimente la íntima relación que existe entre la espiritualidad y la celebración sacramental: esta vivencia tiene que ser una de las características de una comunidad que sea auténticamente católica renovada.
Tiene que llevarnos también a darle toda la importancia a la celebración de cada uno de los sacramentos, evitando aglutinar la celebración de varios sacramentos en una sola ceremonia.
Igualmente requiere que, a través de mecanismos adecuados, se vaya acompañando, impulsando y verificando el proceso de crecimiento interior –o de deificación– de los miembros de la comunidad.
También nos obliga a esforzarnos por erradicar una serie de prejuicios y actitudes que, equivocadamente, se identifican como formas de santidad, cuando, en realidad, contradicen totalmente lo que el Evangelio nos enseña. Con frecuencia en nuestro medio, se tiende a tener un concepto moralizante y farisaico de santidad, el cual fue rechazado por Jesús y es totalmente contrario a sus enseñanzas. 81 Se tiende a juzgar a los demás, olvidándose del mandato explícito de Jesús. 82 Contraviniendo las enseñanzas de la Escritura, se corre el riesgo de confundir el auténtico carisma de profecía –que implica la fidelidad incondicional a Dios, a su palabra y al testimonio de Cristo– 83  con las fantasías, la falsa profecía y la adivinación; dedicándose a denunciar las faltas de los demás y pretendiendo hablar en nombre de Dios, cuando lo único que se busca es satisfacer intereses económicos, aprovechándose de la buena fe de quienes, por su debilidad, son engañados, explotados, manipulados y sometidos. 84 Se es propenso a imponer disciplinas y castigos, reflejando con ello que muchos, teniendo criterios meramente humanos de pensar y de actuar; y, “para que la gente hable bien de ellos”, 85 se olvidan de lo que Jesús nos enseña acerca de la misericordia incondicional y del perdón. 86
Quien ha llegado a alcanzar la verdadera santidad, es decir, quien vive la vida de Dios, asume la misma actitud de Dios: “Sean ustedes perfectos, como su Padre que está en el cielo es perfecto, pues él hace que su sol salga sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos. 87 No hace distinción entre personas. Se reconoce como pequeño, y considera a los demás mejores que él mismo. 88 El que vive en la auténtica santidad vive en el amor y, desde esa actitud, es que adquieren sentido todos los demás dones espirituales: “Si hablo las lenguas de los hombres y aun de los ángeles, pero no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o un platillo que hace ruido. Y si tengo el don de profecía, y entiendo todos los designios secretos de Dios, y sé todas las cosas, y si tengo la fe necesaria para mover montañas, pero no tengo amor, no soy nada. Tener amor es saber soportar; es ser bondadoso; es no tener envidia, ni ser presumido, ni orgulloso, ni grosero, ni egoísta; es no enojarse ni guardar rencor; es no alegrarse de las injusticias, sino de la verdad. Tener amor es sufrirlo todo, creerlo todo, esperarlo todo, soportarlo todo. 89


81 Cf. Lc 18,9-14

82 Cf. Lc 6,37

83 Cf. Ap 12,17;19,10

84 Cf. En Ezequiel ya se denuncia esta realidad: “Sus visiones son falsas y sus profecías son mentira. Dicen que hablan de mi parte, pero yo no los he enviado.” (Ez 13,6) En Jeremías  se dice al respecto: “Yo, el Señor todopoderoso, el Dios de Israel, les advierto esto: No se dejen engañar por los profetas y los adivinos que viven entre ustedes; no hagan caso de los sueños que ellos tienen. Lo que ellos les anuncian en mi nombre es mentira. Yo no los he enviado. Yo, el Señor, lo afirmo.” (Jer 29,8-9) Y en el libro del Eclesiástico se nos advierte: “Adivinaciones, pronósticos y sueños son cosas sin valor, fantasías como las de mujer de parto. Si no vienen de parte del Altísimo, no les prestes la menor atención. Porque muchos se dejaron engañar por los sueños, y por creer en ellos se arruinaron. Hay que cumplir la ley sin hacer trampas; el hombre de fiar enseña la perfecta sabiduría.” (Ecclo 34,5-8); ver también: 1Tim 1,1-7.

85 Mt 6,2

86 Cf. Lc 15; Jn 8,1-11

87 Mt 5,48.45

88 Cf Fil 2,2

89 1Cor 13,1-2.4-7


 

11.3: Irradiando la catolicidad. Arriba

Como parte de nuestro compromiso de proyectarnos como comunidades auténtica e integralmente católicas tenemos que comprometernos efectivamente en la apertura de espacios para que cada persona y cada categoría o grupo pueda participar activamente y con libertad en la vida de la comunidad. Tenemos que renunciar a los prejuicios sociales, éticos y culturales que, con mucha frecuencia, son excluyentes y marginalizan, para ir dejando que sea el Espíritu el que va guiando, haciendo crecer y purificando a cada quien. Tenemos que ser respetuosos ante los diversos dones, aunque no correspondan con los que nosotros hemos recibido: que ni la comunidad ni la iglesia son nuestras sino nosotros somos de Cristo y él, en su grandeza, nos rebasa infinitamente. En la Sagrada Escritura encontramos abundantes referencias a lo que implica asumir esta actitud. 90 Esta apertura, sin embargo, no significa asumir actitudes de indiferencia ni la tolerancia destructiva; pues se correría el riesgo de que la arbitrariedad, la moda, los caprichos, la opinión pública u otros elementos similares y no la inspiración carismática del Espíritu, se convirtieran en criterio y norma para las comunidades. Se trata de organizar a las comunidades de tal forma que los planes pastorales y los criterios de gestión no solo no excluyan la participación de cada miembro ni rechacen las iniciativas emprendidas bajo la guía del Espíritu, sino las promuevan, las acojan y las apoyen: eso requiere una fuerte capacidad de apertura y flexibilidad. Para ello es necesario mantenerse en actitud constante de discernimiento de manera que, como creyentes en Cristo Jesús, no apaguemos el fuego del Espíritu; ni despreciemos el don de profecía. Sino sometiendo todo a prueba retengamos lo bueno. 91


90 Num 11,25-29; Mc 9,38-40 ; Lc 9,49–50

91 Cf. 1Tes 5,18-21


 

11.4: En continuidad con los apóstoles.Arriba

Finalmente, para ser comunidades auténticamente apostólicas, tenemos que vivir como los apóstoles y saber dar testimonio como ellos lo hicieron.
Nos toca trabajar para desarrollar una actitud más profunda de oración. Muchas veces tendemos a cultivar una oración muy llena de palabras y bastante incapaz de escuchar la voz del Dios vivo que nos habla.
En el sermón de la montaña Jesús claramente distingue el tipo de oración de los fariseos y de los paganos, lleno de palabrerío y con cierta actitud arrogante, del estilo de oración de los cristianos, que debe ser sencillo, íntimo y personal. 92 Para el cristiano orar es es ser capaz de escuchar la voz de Dios en lo más profundo del corazón; es mantener una comunión ininterrumpida con él; es tener conciencia de que, siendo templos del Espíritu Santo, Dios está siempre presente en nosotros. Solo desde la actitud de oración constante, capaz de contemplar la presencia divina en cada momento y en cada realidad, es como podemos cultivar e ir creciendo en la actitud apostólica, para permanecer fieles a uno de los aspectos fundamentales de la enseñanza dada por los apóstoles.
El otro aspecto es el del testimonio. Dentro de una comunidad que vive realmente la apostolicidad ninguno de sus miembros puede dejar de considerarse como apóstol. Esto implica que, como sucedió con los apóstoles, cada quien se descubra llamado por Jesús a ser su discípulo y se reconozca también capacitado y enviado para dar testimonio de su presencia viva en medio de todos. Para crecer en el sentido de ser llamado, capacitado y enviado, se necesita hacer un esfuerzo sistemático de concientización misionera.
Si cada uno de los miembros de la iglesia y cada comunidad no va creciendo en la actitud de oración, en la experiencia de ser elegido, en la vida de discípulo y en el compromiso misionero como testigos del Reino, nuestra apostolicidad no pasará de ser un concepto reducido a consideraciones de tipo doctrinal o histórico, y no asumiremos con auténtica fidelidad la enseñanza de los apóstoles.


92 Cf. Mt 6,5-8


 

12. NUESTRA PROYECCIÓN MISIONERA.Arriba

Como epílogo de cuanto hemos venido reflexionando, nos referiremos ahora a la proyección misionera que estamos llamados a tener.
Aunque a lo largo de la carta hemos mencionado cuáles son las bases y los alcances de nuestro compromiso misionero, no está de más que los recordemos una vez más.
Nuestra misión es la misma misión que el Padre le confió a Cristo y la capacidad que nos ha dado para cumplirla, es la misma capacidad que dio a los apóstoles. Las palabras del evangelio de Juan, tienen que resonar en nuestros oídos y en nuestros corazones con toda la fuerza e incidencia que lo hicieron sobre los primeros apóstoles: “Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes. Y sopló sobre ellos, y les dijo:—Reciban el Espíritu Santo. 93 Es sentir de fe de nuestras comunidades que el Señor nos ha dado el Espíritu Santo. Eso exige que asumamos como nuestra, la misión que el Padre le dio al Señor.
Y, ¿en qué consiste esta misión? Recordemos la forma como el Evangelio de Marcos la formula: “Vayan por todo el mundo y anuncien a todos la buena noticia. 94
Se trata de ir a todas partes y de anunciar a todas las personas el evangelio, es decir, la llegada del Reino de Dios en medio de nosotros, por la efusión del Espíritu Santo.
Indudablemente ante los alcances de esta misión pueden surgir interrogantes. ¿No será esto una forma de proselitismo? ¿No será faltar el respeto a los demás y obstaculizar el ecumenismo?
El testimonio que estamos llamados a dar es totalmente opuesto al proselitismo. El proselitismo es una actitud sectaria en donde se presentan las propias convicciones y la propia organización como lo único que vale, como el camino de la salvación; y, con cierta frecuencia, se atrae ofreciendo prebendas que nada tienen que ver con el mensaje anunciado y se promueven sentimientos de culpa, ansias y temores que limitan la capacidad de hacer una opción serena y libre. Nuestro testimonio, en cambio, se dirige a la proclamación del kerigma, actualizado y hecho real en nuestra vida personal y eclesial. En la medida en que ese testimonio sea auténtico, es decir, que provenga de un corazón que realmente ha experimentado lo que proclama y que sea propuesto con toda la sencillez y la fuerza del Espíritu, producirá en quienes lo reciban, lo mismo que sucedió entre quienes escuchaban a los apóstoles; 95 es decir, se recibirá la iluminación interior y la capacidad de hacer un discernimiento libre. La meta del testimonio es que quienes nos escuchen crean que “Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, para que creyendo tengan vida por medio de él. 96 Si eso les lleva a incorporarse a una de nuestras comunidades, porque descubren allí el espacio propicio para vivir la fe, no será fruto de una presión o de un condicionamiento sino del ejercicio de la propia libertad, guiada por la luz del Espíritu.
El hecho de que en nuestro testimonio nos dirijamos a todos, no puede ir en contra de un genuino ecumenismo. Si quienes nos escuchan y reciben nuestro testimonio están viviendo en sus comunidades eclesiales la misma fe viva y transformadora que les proclamamos, lejos de separarse de ellas, se sentirán impulsados a comprometerse con mayor generosidad dentro de las mismas. Pero si al escucharnos descubren que lo que llamaban fe eran simplemente creencias que les mantenían en la esclavitud, en la oscuridad, el temor y la sumisión, no seremos nosotros, sino la fuerza del Espíritu, quien les atraiga y les dé la gracia para pasar de la esclavitud a la libertad; de la oscuridad  a la luz; del temor a la confianza y de la sumisión a la participación creativa. En este caso, lejos de obstaculizar el ecumenismo, estamos siendo instrumentos de que, por la comunión con el Espíritu Santo, se vaya manifestando y creciendo en la verdadera unidad de la iglesia, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu.
La realización de esta tarea implica un claro desafío para cada una de nuestras comunidades y de quienes las forman. El compromiso tiene que involucrar a todos, pues el Espíritu ha sido dado a todos y, por lo mismo, cada uno ha sido elegido y capacitado para cumplir la misión.
Prepararse para la misión y preparar el terreno en el que se debe misionar ha de ser uno de los aspectos privilegiados de empeño para todos: ministros ordenados, servidores y miembros de las comunidades. Se requiere preparación. Sobre todo la que se da una fe robusta e inquebrantable, que se va fortaleciendo y madurando a través de la oración y del ayuno y, ante la cual, no hay nada ni nadie que pueda resistir. 97 Es entonces cuando nuestro miedo inicial, similar al de Jeremías: “¡Ay, Señor! ¡Yo soy muy joven y no sé hablar!”; es transformado. Pues, al igual que el profeta llegamos a escuchar en el interior del corazón la voz del Señor que nos habla: “No digas que eres muy joven. Tú irás a donde yo te mande, y dirás lo que yo te ordene. No tengas miedo de nadie, pues yo estaré contigo para protegerte. Yo, el Señor, doy mi palabra.” Entonces el Señor extendió la mano, me tocó los labios y me dijo: ‘Yo pongo mis palabras en tus labios. Hoy te doy plena autoridad sobre reinos y naciones, para arrancar y derribar, para destruir y demoler, y también para construir y plantar’. 98
Por lo mismo hermanos, conscientes de la misión que el Señor nos ha confiado; sabiendo que se trata de que su iglesia una, santa, católica y apostólica resplandezca en nuestra iglesia, en cada una de nuestras comunidades y en toda la creación “gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa y perfecta 99 y que “nos ha capacitado para ser servidores de una nueva alianza, basada no en una ley, sino en la acción del Espíritu”, 100 tenemos que renovar nuestro compromiso y nuestra entrega, sin ahorrar esfuerzos y utilizando todos los medios que el Señor ponga a nuestro alcance.
Que Santa María, la llena de gracia; 101 y a quien Cristo dejó como madre de la nueva creación, 102 interceda por nosotros para que, asumiendo una actitud como la suya, 103  respondamos a la elección que el Señor nos ha hecho y cumplamos con fidelidad la misión que nos ha confiado.
En el nombre del Señor, termino reiterándoles una vez más a que, sin retrasos, sin ambigüedades, sin miedo, sabiendo que “la noche está muy avanzada, y se acerca el día; revestidos de la luz, como un soldado se reviste de su armadura”: 104 “Vayan por todo el mundo y anuncien a todos la buena noticia.” 105

San Lucas Sacatepéquez, 27 de Octubre, Fiesta de la Sucesión Apostólica, segundo aniversario del nacimiento de ICERGUA como Iglesia Local y de mi ordenación episcopal, del año del Señor 2009.
Con mi bendición pastoral.

+ Eduardo Cristián Aguirre Oestmann
Obispo Primado de ICERGUA


93 Jn 20,20-22

94 Mc 16,15

95 Cf. Hech 2-4

96 Jn 20,30

97  Cf. Mt 17,14-21; Lc 9,37-43

98  Jer 1,6-10

99  Ef 5,27

100 2Cor 3,6

101 Lc 1,28

102 Jn 19,26

103 Lc 1,38

104 Rom 13,12

105 Mc 16,15


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